lunes, 28 de enero de 2013

CARLOS ÓRDENES PINCHEIRA "MORIR O CANTAR" -NICUENTOS-CHILE



Tu cuento. América, lo es una ruptu al cuento: son Nicuentos...

Carlos Ordenes Pincheira

MORIR O CANTAR

Nicuento

Hace frío. Aunque la noche invita a la ensoñación, allá arriba, los astros son helados y la luz
cae confundida con la escarcha.

Tirado en el barro me estremezco. Un pájaro grazna sobre mi cabeza. Canto agorero, presagio
de algo imprevisible, quizá un derrumbe de terrones secos. O la sombra empedernida en que yaceré.
´
Inmovilizado por tantas heridas, sólo puedo mover los ojos, el mundo es como una carpa de circo,
azulada, cuajada de hielo. En mis oídos, las hijas susurran cánticos fúnebres. Moriré. Y no lloro ni
gimo. Estoy asumiendo mi partida con serenidad. Hasta me gustaría cantar mi
último tango, ese que siempre le dedicaba a Carmen. “dejame que te diga despacito, bomboncito,
bomboncito, dueña de mi corazón...”

Hace ya mucho que la sangre dejó de manar. Me siento próximo al desvanecimiento.Dos leopardos se acercan... me miran casi con desprecio y se van...Todo me duele. Cierro los ojos. Creo que así debería esperar el último minuto, ese que talvez me lleve a un cielo distinto a los que que conozco.

No puedo dejar de mirar esta inmensa carpa azul salpicada de remaches plateados. Quisiera que ella
estuviera acá, pusiera su mano sobre mi frente disgregada por el dolor. Tengo sueño bajo los
párpados y la veo sonreír mientras camina hacia la estación...

No sé si habré dormido un minuto o dos horas. Me sentía como abandonado en un baño turco. Y una sensación de caer, caer hacia el fondo de un pozo oscuro, poblado de fauces abiertas.. Al abrir los ojos, una gota de espanto recorre mi piel, a
sacude mis raíces. Frente a mi una figura fantasmal. No parece real. Pestañeo. Es un hombre de mirar suave. Nunca lo he visto antes:viste ropas de otro siglo. Parece un espadachín. No sé por qué le digo que se vaya.
-¡Levántate!--es una voz autoritaria- ¡Nada eres si continúas en el lodo! ¿Levántate...!

-Estoy herido de gravedad -casi susurro- ¿Sabe? He perdido un río de sangre...
El ve mis heridas. Se ríe.

-¡Es nada! ¡Nada! ¡No son tus enemigos los que te dejaron así! ¡Fuiste tú!
-¿Y la sangre, la inventé? ¿Y los cuchillos hundidos en mi cuerpo?
-¡Son tuyos!

-¿Míos? Yo no he clavado ese acero en mi abdomen... ¿Lo hice yo mismo?

El hombre me exige que lo siga. No puedo moverme, estoy pegado al barro y se ha secado copn mi sangre. No puedo. No. Quiero enmudecer aquí. No hay ya horizonte. Todo está perdido...

-Es la hora! ¡Debes levantarte y caminar!

El hombre de otro siglo se ve decepcionado ante mi resistencia. Empieza a correr, a
desaparecer, poco a poco.

-¡Sígueme...!
Miro hacia la distancia, el hombre está ya muy lejos. Hago un nuevo esfuerzo, crujen mis huesos, aunque y no me duelen tanto. ¡Lo alcanzaré! Con gran dificultad empiezo a caminar, luego a correr...
deberé alcanzarlo antes que desaparezca...

Carlos Ordenes Pincheira

viernes, 25 de enero de 2013

"EL MAESTRO" ALEJO URDANETA -VENEZUELA



"EL MAESTRO"

          Cuando salía de la Biblioteca, se topó con el maestro. Siempre lo ha venerado, por darle más que lecciones de filosofía y semántica. Es porque el maestro le ha abierto los sentidos hacia la sensualidad de la música, y ha emparentado la sabiduría del pensamiento abstracto con la presencia casi pétrea de una sinfonía o de un cuento literario.

Al maestro debe estas impresiones en su espíritu, y él trata de hablarle para conocerlo más, para saber de su vida,  porque nadie le ha dicho cómo es el maestro.

Sólo se repite en los pasillos de la Universidad que es austero y que vive con su madre; que ambos son melómanos y dedicados al ejercicio de las funciones del intelecto. Nadie conoce a la madre; sólo es la voz de las aulas la que afirma que es dama de estricta presencia que da a su hijo fuente de cono­cimiento para que enseñe lecciones de rígida moral dentro de formas preciosistas: la filosofía y el arte emparentados para ordenar la naturaleza humana.
         
Se ha propuesto acercarse mañana y decirle de sus inquietudes como aspirante a escritor, decirle también que comparte gustos como los que él y su madre disfrutan en solidaria comunión espiritual. Lo hará mañana.
         
La clase de filosofía acerca de la Fenomenología  de Husserl fue importante. La disyuntiva que ofrece la realidad al ser que piensa: ¿Existe por sí misma o requiere de la participación del otro para que sea verdadera realidad?   Había aceptado la tesis de Husserl y en cada recodo del camino a su casa se decía que esa piedra que veo no existe si no soy yo complemento de su existencia.

Decidió abordar al maestro al concluir la clase.
         
Reticencia al principio.  Los temas de clase ya son de todos, y pasar más allá no está permitido; pero deja abierta una posibilidad para más tarde: mañana o pasado mañana.

 Otra conversación en el parque al lado de una laguna. A solas, el pensamiento profundo es apetecible.

Le dice el maestro que el hombre es como un pequeño lago de gran profundidad cuyas aguas tienen distinta densidad: las de la superficie son claras y reciben el frescor de la montaña; las del fondo son obscuras y turbias, frías por la ausencia de claridad. Pero el alma deja que sus aguas se mez­clen, y las del fondo suben con turbiedad y frio para cambiarse con las cáli­das que abrazan el sol y el aire;  que ambas tengan oportunidad de proclamar existencia. El hombre es obscuro por sus llamados desconocidos y claro por su con­tacto con el aire: el ser humano pleno se apropia de la totalidad de su lago. Esa fue la conversación en el parque, obscurecido ya por el tiempo de lluvia.

 Se ha inicia­do una relación de curiosa humanidad.
         
Otro día aparece el motivo de la madre. Dice el maestro que es mujer de exigencias espirituales definidas: Bach, Beethoven, que ella toca en el severo piano; y conoce a Homero, a Eurípides. Todo el clasicismo en el pequeño estudio donde viven. El alumno imagina esa sala repleta de libros abiertos a la curiosidad, y piensa que la sonata treinta y dos de Beethoven que dio fin al género, puede escucharse de modo peculiar en esa sala de misterios, mientras el hijo maestro recoge la agonía del hombre, para llevarla luego al aula de la clase de  filosofía. Lo ha dicho casi forzado en confesión, porque el discípulo insiste.
         
El paso de los días alimenta la relación entre ambos. Cada vez se hacen más extensos los motivos de enfrentamiento intelectual, pero siempre en los pasillos de la Universidad, pues el maestro no quiere abrir su casa. Quedará oculta la sesión iniciática de música y pensamiento que se desarrolla en una silenciosa calle de la ciudad.  Los perros y el murmullo  de la noche serían únicos espectadores.
         
El alumno piensa un día que debe visitar al maestro. Se acerca la navidad y ese es un motivo para aproximársele, sobre todo después de tantas charlas en torno a los temas que los conmueven.  La explicación del quehacer del escritor en el mundo social; de nuevo la vanidad del que siente que las palabras han consagrado la gloria: el escritor tiene siempre proximidad con Dios, porque se proclama dueño del saber desde el pasado, o lo da a los contemporáneos que lo acompañan en el silencio y que secundan su obra, o espera la llegada del futuro. Siempre con la antorcha de la gloria.
         
Este es el día apropiado para visitar al maestro: conocerá su mundo reducido en espacio, inmenso en profundidad. Estará la madre frente al piano esbozando el segundo y último tiempo de la Sonata treinta y dos de Beethoven, y el hijo escuchará con devoción mientras compone algunas ideas en las que se mezcla el análisis filosófico con la inquietud del arte. Quizás un poema; tal vez la composición del ideario del buen decir y de la plena felicidad burguesa.

Estarán sentados en la pequeña sala, luces bajas y un silencio otro, porque sólo debe escucharse el arpegio que da el piano y el rasgar de la pluma.
         
Llega a la vieja casa de departamentos, visitada por el viento de la temprana noche, y halla en la puerta el aviso que anuncia la casa del maestro: tercer piso, Nº 3.  Sube las escaleras de madera, crujientes como el recuerdo, y alcanza el tercer piso. Sabe que no ha sido invitado pero que la acción de la amistad justifica el atrevimiento; y está ante la puerta y toca suavemente: sin respuesta. Toca de nuevo: sin respuesta. Una tercera vez le deja oír movimientos en el interior del departamento. Es como el golpe de una caja de piano ( o de ataúd), y después  un ominoso silencio. La espera de pocos minutos lo desespera, porque continúa el silencio después de aquel golpe inexplicable. ¿Qué debe hacer?  Devolverse sería lo más conveniente pues nadie lo ha visto llegar al edificio; pero la curiosidad lo excita a buscar sentido a la contradicción y todos sentimos el compromiso de ahogar las dudas.

Gira la manivela de la puerta y siente que cede. Abre con lentitud y encuentra la la semiobscuridad: apenas una lámpara amarilla de aceite deja ver muebles redondos de noche, cortinas plegadas, olor de humedad. Un espacio pequeño dominado por un piano, una mesa llena de libros, y estantes alrededor, en las paredes, también repletos de libros, periódicos, toda clase de impresos. Nada más a primera impresión. Pero algo vivo está en el ambiente; él percibe que en ese reducto de ideas se mueven calor y color: respira un perfume intenso y ve ropajes femeninos al fondo de la pieza.

 Al acercarse a un gran ropero en el borde de la habitación, escucha crujidos en el interior de madera y siente la ansiedad del miedo, pero no es su miedo sino el que emana de algo oculto allí. Ambos lo sienten ahora: el alumno, porque ha violado el secreto de la intimidad del maestro, y el armario por guardar la sorpresa que de repente se le viene encima, en el rostro pintado de carnaval que se presenta a sus ojos con el terror de haber sido descubierto.
    
De la penumbra del mueble surge una grotesca figura. La imagen parece ser de una mujer, no obstante su gruesa corpulencia: tiene el rostro pintado y vestida de lujuria. La aparición se arroja sobre el discípulo con violencia o vergüenza, y lo hace caer.

¿La madre?

Las paredes del refugio, iluminado tenuemente con el candil del aposento, están cubiertas de fotografías de una anciana de rostro adusto, con la expresión del espíritu de la filosofía.

jueves, 24 de enero de 2013

MILAGRO MARÍA EN EL OLVIDO-IAN WELDEN-DINAMARCA




MILAGRO
MARIA EN EL OLVIDO

"Everybody knows that the boat is leaking

Everybody knows that the captain lied

Everybody got this broken feeling

Like their father or their dog just died..."

Leonard Cohen
                                I

Abro la ventana y me crujen los huesos.

Consuelo me diría que debería alegrarme, que el dolor es una manifestación de vida y que no hay dolor en la muerte. Pero yo le contestaría que hay demasiada muerte en el dolor. Muerte y sopitas y mierda. Me desplazo cual caracol de mi cama al sillón para sentarme ante la ventana y observar a los niños que juegan en el patio y a los bellos jóvenes que robándose besos y caricias desafían impunes el orden de las cosas. Ah, el sexo benefactor y fértil como una mañana ardiente. Allá ellos.

Aunque parezca una alucinación, yo fui joven y bella una vez. Y toqué pieles de todo los colores del arco iris. Pieles suaves como la superficie de la la luna y ásperas como los valles del planeta Marte. La mía era pálida y frágil. Y los hombres se mataban por poder pasar sus lenguas sedientas y babosas por ella. Mi lengua era diestra y hábil y nací con el talento de usarla para causar y causarme placeres inimaginables.

Lautaro Martín Huenchulán O´Brian, con su pelo irlandés violentamente rojo y su piel oscura e indómita de indio mapuche a la intemperie me arrebató en cuerpo y alma de mis ensueños y divagaciones de adolescente y me hinchó el vientre con cinco hijos fuertes y bien enclavados en la tierra y que ahora andan por aquí en el planeta reproduciéndose y multiplicándose como mandó el Señor. Mi amor por Lautaro aún lo tengo sujeto a mi corazón ya tan cansado y adolorido. Lo amé a pesar de sus borracheras, infidelidades compulsivas, delitos y locuras como quién ama a un árbol.

"Buenos días, señora María; anoche tuve que cambiarle los pañales dos veces... ¿se acuerda?"

"No me venga con esas tonteras a estas horas de la mañana, Consuelo. ¿Acaso no se acuerda de que yo fui una estrella de cine admirada e idolatrada?"

"Así será, señora, pero ahora déjeme bañarla y vestirla."

"No quiero que me toque!"

"¡Ya pues! ¡Huele a orina y mierda, señora María!"

"¿Y a quién le importa? ¡A mi no!"

"Tal vez la visiten sus nietos, uno nunca sabe."

"¿Mis nietos? No me haga reír."

"Bueno, en realidad son todos unos ingratos en su familia. Lleva ya cinco años aquí y jamás ha recibido visita. Ni siquiera para las navidades..."

Lautaro murió en un tiroteo en las afueras del cine Windsor. Vaya una a saber en qué lío se habría metido. Fue el día del estreno de mi primera película, la que me llevó al estrellato, la fama y todo eso. Éramos tan jóvenes y bellos, ¡Dios mío! Mis hijitos y yo lo vimos morir entre fotógrafos y hordas de público y curiosos. Yo lo alcancé a besar por última vez y sentí su aliento agridulce en mi cara y vi su alma desconcertada corriendo alrededor de su cuerpo lleno de agujeros cual gallo descabezado. Me visitó varias veces después, cuando me miraba en el espejo o estaba en la tinaja remojando mi magnífica desnudez. Pero desapareció para siempre, creía yo, cuando Esteban Poblete Larraín entró a mi vida por mi puerta principal burlándose de las buenas costumbres y el sexto mandamiento.

Teníamos ambos veinte años de edad. Mi belleza florecía como una rosa silvestre y quitaba el aliento tanto a hombres como a mujeres. Esteban, sigiloso, arrogante y mortal como la serpiente del paraíso, desterró a mis hijos a una academia militar y cuidó de que nada ni nadie estorbara nuestra loca fiesta de los sentidos. Había también otros hombres competentes que entraban y salían por mi casa las noches en que Esteban viajaba por el mundo preparando mis actuaciones y conferencias. Caían a mis pies rogándome, querían, por supuesto, mi juventud y mi belleza para si mismos. Se amenazaban de muerte entre ellos y se aliaban en contra de Esteban como una manada de mamíferos carniceros y hambrientos. Yo reía, gozaba y los despachaba al amanecer.

"¿Qué edad tienes, Consuelo?"

"Dieciocho, señora. ¿Por qué?"

"Eres bonita, ¿sabes?"

"Sí..."

"Tienes a un hombre?"

"Su sopa se está enfriando, señora María, ¿quiere que se la dé con cuchara?"

"¿Tal vez tienes muchos?"

"¿Muchos qué, señora?"

"¡HOMBRES! payasa...."

"Yo recibo mi sueldo para cuidarla y atenderla..."

"¡No seas ridícula, mujer! ¿Sabes que yo fui joven como tú una vez? Pero no tan sólo bonita sino que bellísima."

"No lo dudo."

"¿Me crees si te digo que tenía que espantarlos como a moscas?"

"Si necesita algo más toque el timbre, señora María. Tengo que atender a otros pacientes."

"Puta! Eso es lo que eres... Una maldita puta que se abre de piernas y goza. ¡Dios mío, que miseria!"

No puedo abrir la ventana. La sopa está fría y llueve tristemente como si fuera la última lluvia de todas. En mi espejo se refleja mi rostro monstruoso lleno de volcanes y cicatrices tan profundas que se me ven mis maldades, pecados y traiciones. Mis hijos enloquecidos con metralletas y vistiendo uniformes ridículos y demasiado grandes para su edad. Mis secretos repugnantes... ¿estaré en el purgatorio? El alma de Lautaro ronda por aquí como una avispa porfiada y lacha. Echo tanto de menos mi menstruación y mis dientes.

Esteban llegaba con flores y cheques de países exóticos y con un pene tan rígido que me podía columpiar de él. Y nos filmábamos para luego disfrutar de nuestras hazañas eróticas mientras cenábamos manjares que tan solo nosotros y algunos monarcas del mundo conocían. Una madrugada de domingo las bestias burlaron la guardia, entraron a nuestro dormitorio y lo mataron, simplemente. A mi no me tocaron. No vertí ni un sola lágrima para no estropear mi cara maravillosa. Mi corazón se endureció, sí, como una piedra y para siempre. Hay fotos del entierro en los archivos del mundo. Yo sonrío melancólicamente como la Mona Lisa.

Además, Walter Svendsen, un vikingo danés imponente como el sol me introdujo una mano hirviendo bajo mi vestido negro y esa misma noche lo contraté como guardaespalda, manager y amante. No saqué a mis hijos de la academia militar ya que en esa época y a pesar de su corta edad ya andaban matando gente pobre en países lejanos. Estaba en la cumbre de mi carrera, mi talento y mi belleza y la vida transcurría plácida y fértil como una primavera.

Pero en las noches cuando Walter dormía, los fantasmas de Lautaro y Esteban entraban al dormitorio completamente desnudos y armados con machetes. Se infligían heridas salvajes en un silencio aterrador y sobrenatural. Sólo se escuchaban las poderosas navajas rasgando el aire. Sus rostros pálidos y transparentes, sus ojos hueros y sus bocas azules no tenían expresión alguna. Desaparecían al amanecer nuevamente y en el dormitorio quedaba flotando un penetrante hedor a descomposición que Walter atribuía a la maldita flojera de los aseadores.

"Pero señora María, ¡no se tomó la sopa! ¿Quiere que le traiga una papillita bien sabrosa? Ya va a atardecer y tengo que prepararla para la noche."

"Tráeme un pene bien parado mejor..."

"¡Ya! ¿Empezamos de nuevo? Aquí le tengo sus píldoras."

"¡Ay, que bendición!"

"Estas píldoras la hacen sentirse tranquila, ¿no?"

"Sí, Consuelita. Es el único placer que me queda en la vida."

"¡Por Dios! Ya se cagó de nuevo! Qué olor, señora... ¿Por qué no me ha llamado antes?"

"Es el olor de Lautaro y Esteban y Walter, Consuelo. Sopa, mierda y dolor pues. Sopa, mierda y muerte..."

Le tengo terror a la muerte porque es una criatura sin respeto. Se entromete en los pocos días que me van quedando y me amenaza con la inconsciencia eterna. Se ríe de mis pobres pechos que cuelgan como pantrucas hasta mi ombligo. Se burla de mis otrora sorprendentes nalgas, hoy transformadas en algo parecido a bizcochos averiados. Lloro, a veces, cuando Consuelo me baña y alcanzo a ver la mazamorra que es mi cuerpo en el espejo grande del baño. Como materia desmoronada, Esto es un pecado cometido por Dios. O la venganza del mismo diablo. Una venganza cruel e ingeniosa. ¿Qué hora será? ¿Es día o noche? ¿Por qué no viene Walter a visitarme? O Angélica. ¿Dónde estoy?

No entiendo, me había olvidado de Angélica Morales, la directora y camarógrafa chilena que me abrió las puertas al mismo paraíso y desplazó a Walter de una sola mirada. Walter se suicidó como era de esperar y se unió a la confraternidad fantasmal de Lautaro y Esteban. Era la época de la liberación pero también de la más. desalmada represión. Gobiernos militares subían a los tronos llevándose en sus bolsillos la eterna sangre de los desposeídos del mundo. No es que a mi me importara. A mi sólo me importaban mi juventud y las caricias e imaginación tan fértil de Angélica. Ella asumió el poder cumpliendo sus sensuales promesas electorales mas allá de todas mis expectativas. Besar a una mujer es un milagro. Quien no haya besado a una mujer no sabe lo que es tocar el cielo. Pero besar a Angélica era como besar al ángel de la guarda.

Debería confesarme, me diría Consuelo. Si tan sólo supiera... Un hombre es un mal substituto, le diría yo. Angélica también transformó mi fama febril en mitología con su maestría profesional. Ya no era una estrella de cine adorada sino una diosa. Las multitudes se arrodillaban ante mi y lloraban con fervor. Nos reíamos y nos amábamos cual colegialas, adolescentes, no pudiendo estar separadas más de algunos minutos. Mis hijos la odiaban obviamente y por ella los expulsé de mi vida para siempre sin siquiera sospechar que yo ya estaba organizando el alud de soledad que hoy tan tan entusiasmadamente me sepulta.

Tampoco sospechaba que Angélica y yo íbamos a vivir juntas precisamente veinte años y que ella me traicionaría exactamente cuando más la necesitaba. Mi juventud se desvanecía aceleradamente como un espejismo y mi talento vacilaba ante las cámaras. Mi público comenzó a darme las espaldas y las salas de cine estaban semivacías. Y ella, aún desplegándose como un pétalo de amapola, me abandonó por una estrellita debutante lanzándola al firmamento, a nuestra cama, y a mi al tarro de la bausra. La vieja historia de siempre con la diferencia de que yo, trastornada de frialdad, las masacré a balazos una afortunada y calurosa nochebuena con el viejo revólver oxidado pero aún eficaz de Lautaro Huenchulán. Y la cárcel, bueno, había muchas angélicas. Años y años interminables de angélicas a mi entera disposición. También insaciables lautaros, estébanes y walters ad libitum. ¡Consuelo!

"¿Llamó, señora María?"

"Quiero morirme ahora, por favor."

"Creo que es mejor que se tome sus píldoras..."

"Y no quiero a un sacerdote vestido de negro ni a mis hijos ni a mis nietos. ¿Tengo nietos, Consuelo?"

"Si señora. Tiene muchos nietos y nietas según sus papeles."

"¿Y mis hijos dónde están?

"Sus cinco hijos murieron por la democracia, señora."

"¿Democracia? ¿Quién es ella? ¿Es tan linda como fui yo?"

"Señora María, tómese sus píldoras y duerma un poco, le va a hacer bien."

"Así que Democracia los pillos. El mundo siempre gira en torno a una mujer bella con nombre de artista..."

Que extraño, me volvió mi menstruación esta mañana mientras intentaba abrir la ventana. Primero sentí la conocida gotera entre mis piernas y luego el chorrito caliente y reconfortante. Y me salió un nuevo diente, un incisivo brillante y pulido como una perla. Esto no es como debe ser. No debería estar ocurriendo. Añoro las manos tibias de mi madre y la voz serena y firme de mi padre. Consuelo ha entrado a mi cuarto vestida de novia. Viene del brazo de Lautaro Martín Huenchulán O´Brian quien luce su traje negro y su corbata roja de siempre. Lo escoltan Esteban Poblete Larraín y el vikingo, Walter Svendsen. Ambos llevan ametralladoras colgadas de los hombros. Angélica Morales viene entrando solemnemente con una vela encendida. Yo no puedo hablar ni moverme. Cinco soldaditos famélicos toman posición de combate alrededor de mi cama. Uno de ellos abre la ventana y me sonríe con ternura. Entra una brisa muy fresca, mis huesos crujen y logro cerrar los ojos.
 "Allá ellos" alcanzo a pensar.

Agosto 2009

Ian Welden, Dinamarca, Chile © 2009

ian.welden@mail.dk

Dibujo de Maritza Álvarez

http://verbal-maritza.blogspot.com

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:


 Milagro: Mi querida Calle Larga de Valby

Milagro: Tu mano en la ventana del tren

Milagro: Los hombres también lloramos
* 
  

"EL AZABACHE SE ENREDÓ EN DOS TRENZAS" AUTOR NECHI DORADO -ARGENTINA




NECHI DORADO, UNA HERMANA POETA Y NARRADORA ARGENTINA: "EL AZABACHE SE ENREDÓ EN DOS TRENZAS"



Mi cabeza es la noche:

en ella cual estrellas,

titilan los tembleques luminosos

desde el negro

azabache de mis trenzas

que sujetan,

dobladas en la nuca

las doradas peinetas…

Ana Isabel Illueca



¡Agua, agua, agua! pedían hombres, mujeres y niños y los carros cisternas, llamados culecos, rodeaban los parques para empapar a los convocados por la tradición que se negaba a abandonar el acervo instalado en su sangre a través de las generaciones.

Los bolillos sonaban sobre el parche de la tambora, las flautas lanzaban su sonido agudo acompañadas por el rumor de las zarú *. Cuatro días duraba la fiesta del Rey Momo y el pueblo la celebraba desde que despuntaba el sol hasta la noche, cuando comenzaría el desfile de la pollera, traje típico del lugar, provocando estallidos de color, gracia y belleza.

Los habitantes esperaban el momento que fueran apareciendo las reinas, las mujeres más bellas del pueblo que llegarían danzando rítmicamente al compás de los acordes de la pegadiza música de sus murgas.



Alejada del lugar, otra hermosa mujer trenzaba el azabache de sus cabellos enroscándolos en la nuca. Allí descansarían sostenidas por dos flores magníficas que llamaban del espíritu santo y que ella guardaba para la celebración desde el mes de octubre, cuando los pimpollos se abrían lentamente. El delicado tono marfil de sus pétalos resaltaba sobre ese cabello tan negro como dicen que es la tristeza, los que ponen colores a la invisibilidad de los sentimientos. Parecían palomas posadas sobre la unión del nacimiento del pelo y la raíz de cada trenza.

Impactante la belleza de esa mujer delgada, menuda, cuya cintura fina era constantemente salpicada por el agua de dos mares. Cargaba un pasado tristísimo que se retrotrae al momento en que fue separada por la fuerza bruta, de dos de sus hermanas. Porque las tres fueron una y dicen algunos y esperan otros, que vuelvan a unirse para siempre.

-Falta poco, agregan, muy poco.

De todos modos siguen compartiendo similitudes, idioma, aves, árboles y un sentimiento que el tajo violento de la prepotencia no pudo borrar jamás.

Muchas veces ellas se preguntaron por qué las separaron, por qué causa debían ser tres. Cuál fue el derecho arrogado para semejante amputación, fuera del derecho impuesto a fuerza del filo de cuchillada que se clava en la carne dejando cicatrices que no cierran.

La respuesta se arrinconó en el recuerdo de la intromisión permanente de la otra mujer bellísima, la que no se integraba, la que tenía ojos que parecían pedacitos de color robados al cielo, porque todo lo suyo era robado. Cercenamiento producido bajo su mirada tiempo antes de recibir el regalo de esa estatua de cobre, acero y concreto que habría de convertirse en su atalaya desde donde podía dominar hasta lo inimaginable. Coloso magnífico que sin embargo, representa, hasta hoy, el símbolo de la delincuencia impune, del llanto de madres y de niños, lágrimas que recorren el orbe arrastrando luto, remolcando desconsuelo. Rememorando ausencias y despertando silencios remolones.

La mujer pequeña, igual que sus hermanas, vestía túnica blanca; como todas llevaba faja ciñendo su cintura. La suya estaba formada por dos cuadros blancos pegados en un ángulo, sobre cada uno cayó una estrella de cinco puntas, una azul y la otra roja, quedando para siempre en la textura suave de la tela.

En la banda inferior lo cuadros se intercambiaban, así fue como podía verse bajo el busto, uno blanco pegado a otro rojo, debajo de los cuales había uno azul y a su lado otro blanco.

Esos colores reflejaban a los dos partidos políticos que gobernaban el país. El liberal, identificado con el color rojo y el conservador, con el azul.

La mujer tomó un escudo que centró en el pico del escote de la túnica, era el símbolo de la paz y el trabajo. Un lema ocupaba la parte superior, aunque sufrió muchas modificaciones a lo largo de su historia. Ese día ella tomó el que tenía forma ojival, dividido en cinco cuarteles. En la parte superior, refulgían nueve estrellas de oro delineadas en un campo de plata. Se veía, además, un sable y un fusil brillantes, colgados, como símbolo de paz pero a la vez alertas para defender a esa mujer pequeña cuando hiciera falta, aunque de momento no hayan podido protegerla del todo. Hacia la izquierda, un campo rojo donde bordaran una pala y una pica, honrando al trabajo.

Hacia el centro se estiraba la silueta de esa mujer, comparable a un istmo con sus dos mares estáticos sobre la tela. Había también un cielo con el sol escondiéndose tras un monte, rememorando las seis de la tarde del día en que la amputación entre su cuerpo y el de una de las hermanas, se llevó a cabo, para dolor perpetuo de ambas. A la derecha la luna se estiraba, como desperezándose de la modorra, entre las olas marinas.

Más abajo la estampa dejaba ver otras alegorías, dividida también en dos cuarteles. Uno azul fuerte donde una cornucopia descansaba su sueño promisorio derramando monedas, símbolo de riqueza. Hacia el lado izquierdo, el campo blanco contenía una rueda alada, que dicen los ancianos del lugar que representa el progreso.

Sobre la imagen, dándole más imponencia, un águila harpía, ave preferida por la mujer, dirigía su mirada hacia la izquierda y de su pico colgaba una cinta con un lema. Sobre el ave, un arco formado por diez estrellas honraban a las nueve provincias unidas en la túnica de la mujer pequeña. Como abrazando al escudo, dos banderas en astas sobre lanzas custodiaban su sueño libertario.

Joya hermosa que la mujer atesoraba y cuando venía al caso, prendía de su pecho para lucirlo con el orgullo de quien ostenta un pedacito de su anecdotario grabado por el arte incorrupto de la memoria.



-¡Agua, agua, agua! se sentía a lo lejos y la mujer sonreía mientras su eterna compañera, el águila harpía, se posaba un poco sobre su hombro y otro poco sobre el escote de esa túnica que también parecía de espuma.



Su hermana lejana, la que habla idioma diferente desde la estatua, insignia del despojo, gozó sumiendo a la hermosa mujer bajo su dominio durante muchísimos años. Aunque no pudo quitarle su tradición pese a tanto intento, cosa que de por sí, para aquella, representaba un fuerte desprecio.

La mujer bañada por dos mares no podía perdonar que en algún momento, amparada por su superioridad, su hermana perversa enviara a Chiquita-bra arrastrando una maldición que se clavaría en la médula de sus hijos, dejando tantos huevos que hasta el momento no han podido ser aniquilados.

Huevos que al partirse se convirtieron en bases militares alimentadas de carne humana.

Carne de hermanos contra hermanos.

Carne de pobres deglutidos por la infamia.

Carne infectada por pesticidas criminales.

El árbol Panamá, donde tantas veces se enroscara Chiquita-bra antes de mudar su piel por entre los bananares, saludaba a la mujer hermosa que se acercaría al pueblo para disfrutar de la algarabía popular. Fiesta que año a año le permitía calmar un poco, la profunda herida que sangraba constantemente en ese corazón partido, una de cuyas partes quedara apretadita sobre el pedazo más grande que le tocara a su hermana antes de la división que padecieran ambas.

Esta pequeña pero noble mujer, soñaba oficiar de puente entre esa hermana y las otras, pero manos enviadas desde la estatua impedían que el puente se abriera según las necesidades de todas ellas. No obstante dicen que la mujer sigue hasta la actualidad alimentando su sueño secreto, sin claudicar.



Tuvo hijos tan nobles como ella y otros cooptados por la hermana rubia, indolente, sanguinaria, que abrieron las puertas a la monstruosa víbora que comenzó a quitarle sus frutas para mandarlas donde el cerebro indicaba, el centro del coloso, a lo lejos. ¡Siempre el banano! Como eje central de la avaricia volvió jirones las túnicas hermanas.

Como involuntario reproductor de espantos repetidos.

Como generador de divisas estancadas en el corazón de los frutos que crecían en racimos, tal vez para darse fuerza unos a otros en un intento tan estéril como el útero de la mujer custodia del cerebro fermentado.

Como oro verde codiciado, devorado, exprimido en la esencia enviciada de la bestia.

Lloró lágrimas de amor irrenunciable cuando embarcaron los primeros setecientos cincuenta racimos hacia la cueva norteña. Estibaban entre ellos, el sudor de sus hijos, la sangre de sus manos, la carga del esfuerzo de las espaldas combas que parecían imágenes humanas del banano.

Lloró lágrimas de amor irrenunciable cuando Chiquita descubrió también el aroma del cáñamo para llevarlo más lejos aún. Todo fue despojo, entonces. Las fibras fueron fletadas hacia donde el odio partiría en dos al mundo, apoyado en el sonido siniestro de bombas descargadas sobre la tierra lejana.

Donde los hombres se mataban por órdenes de otros hombres cuando un espectro maléfico llenó de humo los cielos dejándolos chamuscados para siempre.



Mientras el pueblo esperaba la danza de las polleras, la mujer acariciaba sus trenzas azabaches recordando el día que rajaron su túnica, de la cual resbalaron sus hijos, quedando de un lado ellos y del otro, los hijos de su hermana que habla diferente y que enviara cubiertos de pertrechos, atropellando, sin pedir permiso. Ultrajando como acostumbró hacer desde épocas inmemoriales y lo sigue haciendo, descarnada, brutal. Impune.

¡Tan execrable que no puede describirse con palabras!

Los primeros tuvieron su lugar donde pudieron. Los de su hermana donde eligieron.



Continuaba el carnaval, ya se escuchaba el sonido de las polleras agitadas que parecía un susurro envolvente en aquel paraje tan cargado de recuerdos para la mujer pequeña, de cintura frágil salpicada por la sal de los dos océanos. Ella miraba sonriendo con la dulzura que algunos ojos tienen la particularidad de transmitir. Se acercaba lentamente hacia el lugar donde las primeras empolleradas danzaban su tradición.

Cerca de allí se apilaban resabios de situaciones anteriores como para que nadie olvide que la hermana de idioma atropellado, dejó hace muchos años sus embriones, que dieron lugar a otras vidas que siguen reptando a lo largo y ancho de la túnica de esa mujer memoriosa.



Ríe la mujer bestia desde su mirador eterno, ella sabe que en el lugar donde se agitan las polleras están sus esbirros mirando hacia otra hermana morena, tan hermosa como todas ellas. Hermana donde los colmillos de Chiquita-bra también dejaron cicatrices que ni la brisa ni el sol pudo borrar jamás, en su reptar hacia el sur desvencijado.

Cicatrices que son surcos por donde caminó la historia su paso cargado de lamentos y de lutos.



¡Agua, agua, agua! Pedían hombres, mujeres y niños entre risas de pueblo y rememoración folclórica.

Un anciano solitario apareció de pronto, llevaba tras de sí la sombra de un pasado glorioso. Parecía que hubiera estado allí, toda la vida. Habló con tanta seguridad que cualquiera que pudiera oírlo sentiría que le estaban inyectando vida y esperanza.



-Conozco el dolor de esta mujer de trenzas azabache y se que ella también pide agua para calmar el fuego eterno de su angustia acurrucada entre los pétalos de esas flores del espíritu santo, que guardó para este día.

Y dijo también el hombre de mirada penetrante y firmeza tan arrolladora como el amor y la locura.

-¡Es por eso que los mares reciben sus lágrimas, bañan su cintura salpicando su vientre, la acarician y la besan, la contienen, mientras ella sigue soñando ser el puente que una a todas las hermanas!

Unión que está encaminada ¡Mira como la otra se agita desesperada allá a lo lejos! Convocando a la muerte, a la tortura, sembrando terror reflejado sobre los ojos fríos y ausentes de sus matones.

De momento, los huevos de Chiquita-bra siguen abriéndose, lanzando su veneno, pero llegará el día, agregó esperanzado, que las hermanas recuperarán su memoria.

Sólo hace falta que sus hijos quieran escuchar sus propios cantos, concluyó, mientras se alejaba con paso lento y cansado hacia el tronco estoico del árbol de Panamá, donde estaba la mujer y su águila. En su cintura el brillo de una espada iluminó la túnica con luces de otros siglos.



La mujer abrió sus brazos para recibirlo, era su hijo adorado que comenzó a andar nuevamente, dando vueltas por la zona con la misma terquedad como lo hiciera hace tantos años, cuando sembraba sueños que fueron truncados por el odio pero que no murieron del todo.

Juntos, madre e hijo, comenzaron a repasar las hojas amarillas de un ayer supurante. Ambos esperan que renazca la maravilla pese al desprecio que provocó su presencia en el epicentro absurdo de la enajenación.

Ellos tejen hebras de futuro, esperan arrinconar todos los intentos por evitar lo que sigue haciendo aquella mujer detestable, agazapada tras las ventanas contaminadas de la estatua.

¡Agua, agua, agua! Seguía cantando el pueblo antes de que aparecieran las primeras polleras en la nochecita calurosa entre los dos mares.



A pocos metros de allí, entre las hojas del añejo árbol Panamá, la utopía desplegó sus alas para echar a andar los caminos polvorientos hacia el mañana, cuando tal vez la postergación se convierta en mal recuerdo.

-El engendro se retuerce allá a lo lejos, genera pautas, declara guerras mientras se tambalea aunque no termine de caerse del todo porque tiene la fuerza de enmarañarse en las túnicas de las mujeres bellas que son orgullo de sus hijos.

Y tiene cómplices que apuntalan sus deseos que no han de ser cumplidos, Madre, dijo en voz baja el hombre mientras la mujer pequeña acariciaba su frente, dándole fuerza y coraje, nuevamente.