EL OTRO
(Luis Antonio Penaglia Guzmán)
Jaime es mi amigo. Nos conocimos
hace treinta años, cuando entramos a estudiar medicina. Entonces, se
produjo una recíproca simpatía que pronto
se transformó en una sólida amistad, basada en la lealtad y sinceridad.
Él es un tipo transparente, culto, inteligente y bien inspirado, por lo
cual podrá comprenderse fácilmente la sorpresa e incredulidad que sentí cuando
esa noche me confió su terrible secreto. Ignoro el daño que éste infligirá a
nuestra amistad. Pero eso lo podré aclarar después. Por ahora tengo que tratar
de asimilar y entender lo ocurrido, pero creo que no me será fácil.
Yo lo había notado un poco raro
desde hace tiempo, algo taciturno y distraído; pero yo, ingenuamente, lo había
atribuido a cansancio, o a algún problema conyugal, pese a saber perfectamente
que entre él y Andrea, su mujer, existía
una excelente relación.
Pero
será mejor no extenderme en consideraciones y relatarles los hechos tal como él
me los confió, para que sean ustedes los que saquen sus propias conclusiones.
Pese a que yo estaba seguro que ya no vendría a nuestra cita de los
lunes, Jaime pasó esa noche por mi consulta después del horario de atención.
Era una antigua costumbre que teníamos. En esas dos o tres horas de relajada
reunión, conversábamos de todo y nos tomábamos uno o dos tragos para regar
nuestra amistad. Al verlo entrar, tuve la certeza que tenía un problema, pero
no dije nada sabiendo que me lo contaría cuando lo estimara oportuno. Pronto
estuvimos hablando de cosas triviales, escudados en una interminable partida de
ajedrez, mientras saboreábamos un excelente coñac.
-¿Crees que existe el crimen perfecto? –Dijo de pronto, mirándome a los
ojos con una expresión de gravedad que le había visto muy pocas veces.
Le contesté que en realidad nunca me había puesto a pensar demasiado
sobre el tema, pero que en principio lo encontraba posible aunque difícil.
-¿Crees entonces –continuó– que
exista la posibilidad de un tiempo que corra paralelo al nuestro?
Realmente me causó una gran extrañeza su segunda pregunta, que además
yo veía sin ninguna relación con la primera. Esto se debe
haber reflejado en mi
mirada, ya que bajó la suya, dejándola escurrir entre las piezas del tablero.
-Te voy a contar algo terrible
de mí, - dijo con voz apagada y sin alzar la vista – pero absolutamente nadie
lo debe saber y esto incluye también a Andrea.
Pensando que tal vez se fuera a referir a alguna equivocación
profesional, con daño para algún
paciente, traté de disuadirlo. Pero Jaime no lo permitió, diciendo que lo había
pensado mucho, que tenía que decírselo a alguien y que ese no podría ser otro
mas que yo.
-¿Recuerdas cuando hace dos meses salimos a comer todo el grupo del
hospital? – Preguntó casi con
brusquedad.
-Por supuesto –respondí incómodo, añadiendo luego-. ¡Cómo no voy a
recordarlo!... si además te retiraste en la mitad de la comida fingiendo un
malestar.
Jaime suspiró profundamente, se arrellanó en el sillón, me pidió que no
lo interrumpiera y con una voz tremendamente cansada comenzó su historia así:
-Esa noche no tenía ganas de ir
a la cena. En realidad sólo sentía un fuerte deseo de irme a casa y estar con
Andrea, pero como ya me había comprometido con el grupo, decidí que tenía otra
alternativa más que asistir. Tal vez ese fue mi error. Recuerdo que mientras
conducía en dirección al restaurante iba pensando en la forma más elegante de
eludir el compromiso. Sentía una necesidad imperiosa de estar con ella. Era
casi una compulsión, algo que no había sentido jamás. Cuando estacioné el
automóvil, ustedes, que me estaban esperando en la puerta del local, empezaron
a entrar. Tú te quedaste al último y cuando te alcancé me hiciste una broma que
no contesté. Venía pensando en decirte que te fueras a la mesa ya que yo debía
pasar al baño. Mi idea era que una vez que te hubieras ido, en vez de reunirme
al grupo, saldría del restaurante y me iría. Pero…. no lo hice. No te dije
nada, no pasé al baño y no me fui del local. Así llegamos juntos a la mesa. Mientras nos
acomodábamos alguien hizo una broma con relación a lo distraído y ausente que
yo parecía. La verdad es que yo había
seguido pensando, con lujo de detalles, que si me hubiera metido al baño, en
aquel momento ya estaría caminando por la calle en dirección al coche. Me vi
claramente abriendo la puerta, poniendo la llave en la chapa de contacto,
encendiendo el motor y las luces, bajando el vidrio de la ventanilla y dándole
unas monedas al cuidador, luego de lo cual me iba. Después de aquello que
experimenté en forma muy real, mientras en verdad me encontraba en el comedor
junto al grupo, quedé un poco más tranquilo. Todavía sentía el deseo de irme a
casa, pero más atenuado y sin esa rara sensación, casi esquizofrénica, de estar
haciéndolo y… simultáneamente quedándome donde estaba.
Aquí mi amigo hizo una breve pausa, suspiró, paseó su mirada por toda
la habitación. Quizás pensaba en que aún era tiempo de detenerse. Todavía no
llegaba al punto en que ya no hay retorno. Yo estaba en esas conjeturas, cuando
me interrumpió su voz que decía:
-Eso era lo que pasaba por mi interior entonces. A ello se debía mi
tensión y distracción. Al cabo de una hora y sin terminar de comer, se me
ocurrió decir que me sentía muy cansado, que me dolía fuertemente la cabeza y
que el día siguiente sería muy pesado, por lo que les rogué que me excusaran y
me retiré.
Aquí Jaime hizo otra pausa, bebió un largo sorbo de coñac y fijó en mí
su mirada. En ella vi el reflejo de una dramática lucha interior .Hasta aquí yo
no veía adónde quería llegar mi amigo. No entendía la necesidad de referirse
con tanto detalle a un hecho nimio, ocurrido un par de meses atrás y del cual
yo también había sido protagonista. Lo único claro era la obsesión de un tipo
por ver de inmediato a su esposa, lo que me hizo pensar que detrás de ello
había algún sentimiento de culpa. Quizás una infidelidad o la posibilidad de
ella. Estaba explicándole aquello,
cuando me interrumpió diciendo:
-¡Olvídate de la psiquiatría, por favor! No tiene nada que ver con
esto. Pronto verás que es algo mucho peor... Cuando salí del restaurante no
encontré el auto donde lo había estacionado. Interrogué al hombre que cuidaba,
quién dijo que poco después que entramos, alguien salió, se metió en él y se
fue. Que no recordaba al tipo, que son tantos los vehículos a su cargo, etc. Me
fui directo a la policía e hice la denuncia respectiva, después tomé un taxi y
me fui a casa.
-Imagínate mi indignación –dijo mientras encendía un cigarrillo– al ver
el coche estacionado a la entrada. Fue Andrea, pensé, quien molesta porque
comería con ustedes, se dirigió al local y se le ocurrió hacerme una broma
pesada. No se me ocurrió otra explicación, a pesar que ésta no encajaba para
nada ni con su forma de ser ni con el estilo de nuestras relaciones.
En ese momento observé como la tensión se había apoderado de mi amigo.
Su voz vibraba extraña, su rostro estaba demacrado y su mano apretaba con
fuerza la copa de cristal.
-Y ahora viene lo increíble –dijo mirando el cenicero, mientras
aplastaba el cigarrillo a medio consumir–. Abrí la puerta lentamente y…ahí estaba Andrea, sentada en el sofá besándose con un
hombre que me daba la espalda. Al sentir el ruido de la puerta se soltaron y
quedaron mirándome petrificados. Yo, por mi parte, creí que iba a perder el
sentido. En cualquier otra circunstancia habría sabido que hacer, es decir:
agredir al tipo hasta matarlo o retirarme dignamente de la escena y no volver
jamás.
-Pero dime –dijo, mirándome suplicante-. ¿Qué haces cuando el hombre
que está con tu esposa eres tú mismo?
Yo asombrado quise interrumpirlo para que me aclarara que quería decir,
pero parecía no oírme y siguió como en un monólogo:
-Sí, el otro que estaba ahí era
idéntico, absolutamente idéntico a mí hasta el último detalle de su cuerpo y de
su vestimenta. Su mirada, su tono de voz, todo, todo era igual. ¡Sencillamente
era yo!..
-Pasada la sorpresa inicial
–continuó Jaime, sin esperar a que pasase la que yo estaba sintiendo- intenté pedirle explicaciones, pero él me
paró en seco, diciendo que era yo quién debía aclarar que pretendía al entrar
en su casa a esta hora y más encima aparentando ser él. ¡Imagínate, él
pidiéndome aclarar la situación! Esto hubiera bastado para haberlo sacado a
patadas de ahí, pero no pude, al ver en sus argumentos la misma lógica mía.
Seguramente a él le ocurrió algo semejante y eso impidió que nos fuéramos a las
manos.
-Andrea era la que menos entendía lo que estaba sucediendo. Había
presenciado atónita toda la escena, pero ahora, madre en primer lugar, nos
pidió que nos calláramos. Luego subió al segundo piso a verificar si los niños
continuaban dormidos. Al volver, dirigiéndose a ambos, dijo que sin importar lo
que fuéramos a decidir o a hacer al respecto, los chicos no debían enterarse de
nada. Nosotros asentimos y ese fue en verdad el primer acuerdo que llegamos con
mi “alter ego”. -Después, con un
pragmatismo muy propio de ella, nos hizo pasar al escritorio, cerró la puerta
con llave y pasándonos una hoja de papel a cada uno, nos sometió a una especie
de examen: Nombre, fecha del matrimonio y la del nacimiento de nuestros hijos,
cuando fue última relación sexual, quién nos regaló la bandeja de plata que
está sobre la repisa y otras tantas preguntas por el estilo. Yo además sugerí
que estampáramos la firma, pero esto último sin mucha convicción, ya que
empezaba a intuir una horrible verdad.
Jaime, a esas alturas de la noche, se veía terriblemente cansado por el
esfuerzo doloroso que le provocaba la narración. Yo vertí más licor en las
copas, mientras lo oía continuar:
-Por cierto, las dos hojas coincidieron plenamente en todo, y…cuando
digo plenamente, quiero que entiendas el término en forma literal. Desde la
letra, la redacción e incluso un par de borrones, todo era igual. Después de
aquello, los tres quedamos cabizbajos y abatidos por un tiempo que me pareció
una eternidad. Sin duda, en ese momento, era Andrea la más apesadumbrada, ya
que de seguro había creído que la prueba ideada mostraría claramente cuál era
su marido legítimo y quién el impostor. Debido al fracaso, probablemente su
mente estaba tratando de entender esa realidad mucho más compleja de lo que
hasta entonces había supuesto. De pronto, mientras todos estábamos silenciosos,
recordé la denuncia del robo del auto y mientras tomaba el teléfono exclamé:
“¡Hay que llamar a la policía!".
Me refirió que su actitud había provocado un gran sobresalto en los
demás, pero cuando él les contó lo de su denuncia por el supuesto robo del
vehículo, se produjo un ambiente de mayor relajación.
-Después de decirle a la policía que el auto había aparecido
–continuó–, empezó entre él y yo un mutuo interrogatorio que terminó centrado
en el último día, el que fue analizado minuto a minuto, con prolijidad de
cirujano. Todos nuestros recuerdos, hasta el detalle más insignificante, eran
totalmente concordantes. Tanto los hechos, como las impresiones subjetivas que
estos nos habían provocado, eran también idénticos…La lucha entre el fortísimo
deseo de ver a Andrea en contra del
compromiso adquirido con los colegas, había suscitado el mismo conflicto en
ambos. El viaje desde el hospital al
restaurante, incluyendo la música y hasta los anuncios escuchados en la radio
del coche, eran recordados de igual manera por los dos.
-Donde empezó la diferencia
–continuó Jaime, después de una pausa para beber un sorbo de licor-, fue cuando
entré o mejor dicho entramos tú y yo al local. Él recordaba que después de una
broma que le hiciste, pidiéndote que te adelantaras, pasó al baño, luego de lo
cual salió y se dirigió al auto con una sensación de vergüenza por haberlos
dejado. Contó que mientras caminaba al coche, se imaginaba claramente al grupo
instalándose alrededor de la mesa, incluido él, conversando trivialidades antes
de ordenar. Mientras subía al auto se veía a sí mismo distraído en medio de los
demás. Luego encendió el motor y las luces, bajó la ventanilla para darle una
propina al cuidador y partió a casa.
-El resto puedes imaginártelo,
–dijo mi amigo dirigiéndome una mirada que era la personificación de la
tristeza. – llegó a casa donde estaba Andrea, la que se mostró feliz y
sorprendida porque esperaba que lo haría más tarde. Luego cenaron, se tomaron
un trago y se pusieron a pasar un rato tranquilo y romántico, pero…aparecí yo.
Se produjo un pesado silencio, que yo empleé en tratar de ordenar en mi
mente lo que acababa de oír. Me era difícil asimilar lo escuchado. Si se
tratara de cualquier otro, hace rato que lo hubiera considerado un loco o lo
hubiera despedido pensando que era un embustero. Pero era Jaime, mi amigo, de
cuyo criterio y honestidad no podría dudar jamás. Después de algunos instantes,
sin haber aclarado nada, dije:
-Te das cuenta que eso significa que ese día, en algún momento, te
desdoblaste, sufriste una especie de clonación espontánea y seguiste, simultáneamente dos cursos de acción posibles.
-Efectivamente –asintió él –,
pero no fue en “algún momento”, como acabas de decir, sino en uno muy
preciso, cuando iba entrando contigo al local. Fue justo en ese instante que
ocurrió la duplicación. Por una parte caminé junto a ti hacia la mesa y por
otra me fui al baño para después salir del local. Y aunque la dualidad comenzó
físicamente en ese momento, en verdad fue un proceso, algo comparable a un
parto, ya que nuestras mentes estuvieron todavía unidas por un invisible cordón
umbilical. Por eso, durante algunos minutos ambos estuvimos sintiendo, junto a
las propias vivencias, también las del otro, hasta que se rompió
definitivamente la unión y fuimos plenamente independientes.
Sentí una rara sensación. Por segunda vez en el relato, Jaime recalcaba
que todo había comenzado cuando entraba junto a mí.
-¿Estará culpándome en forma velada? –Me dije.
Sentí el impulso de preguntárselo, pero no lo hice. Para qué. Tal vez
sólo fueran cosas mías. En cambio, mientras jugueteaba en forma nerviosa, con
la dama del ajedrez entre mis dedos,
dije:
-Pero eso es terrible. No sólo para ustedes, sino para todo el mundo ya
que, por una parte, cambia todas las concepciones que uno tenga del universo,
del espacio y del tiempo; y, por otra,
está latente la posibilidad que a cualquiera le pase lo mismo que a ti.
-En teoría es cierto lo que planteas –dijo calmadamente–, pero en la práctica no creo
que sea como para que todos se alarmen. Debe ser una rareza cósmica, de muy
escasa ocurrencia y que por lo mismo no debiera ser considerada como un problema
para la humanidad.
Verdaderamente me asombró la poca importancia que Jaime le asignaba al
asunto como fenómeno concerniente a todos, sobre todo porque dicho
planteamiento provenía de una mente tremendamente analítica como la suya. Se me
ocurrió que detrás de ese raciocinio, se
escondía más bien el deseo de no despertar curiosidad sobre el tema, para no
involucrar a más personas. Pero, por ahora, pensé que era mejor dejar de lado
los aspectos teóricos del caso y abocarse a los efectos concretos del problema.
Así se lo manifesté.
-Es cierto –asintió él–, a eso
voy. Ya te conté que después de un largo análisis, como a las dos horas,
concluimos que ambos éramos auténticos. Que habíamos sufrido un fenómeno
inentendible y espantoso. Establecido esto, quedaba por resolver la parte
práctica. Rápidamente decidimos que el
secreto debía quedarse entre los tres. Respecto al trabajo acordamos que íbamos
a instalar esa consulta en el suburbio, de la cual yo te había hablado y
que hasta ese día tenía casi decidido no
abrir, por no quedarme tiempo disponible. ¿Recuerdas?
Asentí con la cabeza y le dije
que, por lo mismo, me había asombrado bastante cuando en el hospital me había
comunicado que iniciaría la nueva
consulta a la brevedad.
-¡Yo no te comuniqué nada! –dijo él con fastidio–. Fue el otro. Yo no te he visto desde hace dos meses.
Exactamente desde la noche fatal.
La reina, que aún tenía entre mis dedos, cayó estrepitosamente sobre el
tablero, volcando de paso dos o tres piezas más. Sentía mi cabeza como en un
torbellino. Jaime había dicho que no me veía desde hace dos meses. ¿Y quién era
entonces ese con el que yo compartía día a día en el hospital? …¿Con quién
estuve el lunes pasado y el anterior, en
este mismo sitio, jugando ajedrez, recordando viejas anécdotas estudiantiles y
comentando la situación internacional? …
La voz de mi amigo, totalmente indiferente al pequeño cataclismo
producido en el tablero y a la confusión que me había paralizado, me sacó del
estupor. Pareciera que finalmente quería terminar de desahogarse y decirlo
todo. Me estaba contando que rápidamente decidieron abrir la segunda consulta,
la que estaría a su cargo, en tanto que “el otro” seguiría en el hospital y en
la oficina del centro, que los dineros los repartirían en forma equitativa y
que, además habían fijado un cuidadoso plan de desplazamientos para no
encontrarse nunca ambos frente a terceros. Continuó con una larga serie de
detalles, todos muy sensatos, pero que estimo innecesario enumerar. Lo único
que me chocó fue que en este convenio, “el otro” se quedó viviendo en la casa
con los niños y la mujer. Ignoro como llegaron a este acuerdo, pero me parece
que se debió, nada más, al hecho de que
“éste” había llegado esa noche un poco antes al hogar.
-Lo último no me parece justo para ti – dije en tono enérgico.
-¿Y crees que la situación misma lo era? –Respondió, añadiendo-.
¿Hubiera sido más justo que yo me quedara y él se fuera? ¿O que nos hubiésemos
turnado para acostarnos con Andrea?
Después de esas preguntas suyas, que no requerían respuesta de mi
parte, continuó su relato diciéndome que él partió esa misma noche a un hotel,
mientras encontraba donde instalarse en forma definitiva; pero antes acordaron
un sistema expedito de comunicaciones, como también una forma en que él pudiera
ver a los niños sin que estos notaran la dualidad paterna.
En una semana fue abierto el consultorio nuevo, al que dedicó casi todo
su tiempo. También alquiló y se mudó a un departamento cercano. Todo empezó a
funcionar tan bien como se planeó. Es decir, si en estas circunstancias se
puede emplear la palabra “bien", ya que Jaime se encontró a los cuarenta y
ocho años, desarraigado y sin mujer e hijos.
-La cosa funcionó bien poco más de un mes y medio -dijo él–, hasta que
una noche, en que me encontraba meditando, se me ocurrió que si él moría, yo
podría regresar a mi vida normal. De ahí a planear su muerte no hubo más que un
paso. Estuve pensando muchos días en el asunto y te juro que lo hubiera
descartado completamente si no hubiera sido porque, de pronto, me di cuenta que
por ser nuestras mentes completamente iguales, a él, tarde o temprano, también
se le iba a ocurrir lo mismo. Por lo tanto ahora se trataba sencillamente de él
o yo. Posiblemente por ser el más perjudicado le llevaba un poco de delantera,
pero sería por poco. Esto me decidió a hacerlo.
-Adquirí un revólver en forma clandestina –continuó él con asombrosa
frialdad– y lo cité, con el pretexto de un imprevisto, a la consulta nueva, la
noche del viernes pasado. Llegó puntual. Yo tenía pensado conversar un rato con
él. Explicarle que sentía terriblemente lo que iba a hacer, mal que mal, él era
también yo. Pero al verlo, tal vez advirtiendo en forma inconsciente algún
gesto suyo, se me ocurrió que mi ventaja no era tanta y que él también había estado
esperando la oportunidad para matarme…
Aquí Jaime hizo un alto, clavó la vista en el suelo, como si estuviera
inspeccionando sus zapatos y con voz temblorosa y débil, dijo:
-No me equivoqué. Alcancé a disparar sólo una fracción de segundo antes
que él…
Yo estaba atónito. Abrigaba la absurda esperanza que en algún momento
mi amigo, lanzando una carcajada, dijera que todo era una broma, o que
despertara en mi cama y aquello no fuese más que una tonta pesadilla. Pero nada
de eso ocurrió. En cambio oí la voz de Jaime que decía:
-A continuación llamé por teléfono a Andrea y le dije que se había
presentado una emergencia, por lo que llegaría tarde. Después puse el cadáver
en el portamaletas del auto, salí de la ciudad y lo enterré junto a las dos
armas, que dicho de paso eran idénticas. Creo que será muy difícil que lo
encuentren y si llegan a hacerlo, no podrán relacionarlo con nadie, pues el
muerto está vivo…soy yo.
-En la madrugada volví a casa –siguió él – y pude por fin abrazar a mi
mujer, quién, como es de suponer, ignora esta parte de la historia. Más
adelante tendré que inventar algo al respecto. Se me ocurre que podría decirle
que “el otro” o sea yo, no pudo aceptar la situación y que en un gesto de
hidalguía se fue del país. ¿No crees que
sea una idea excelente?
Yo no contesté la pregunta de mi amigo. Un torbellino de sensaciones
bullía, como un enjambre de abejas enloquecidas, en mi cabeza. Por una parte,
pensaba en el golpe demoledor que éste había recibido. Por otro lado me
alegraba que él hubiera resuelto la situación, aunque también pensaba que por
el hecho de haber sido mediante un homicidio, de un modo impreciso, iba a
afectar seriamente nuestra amistad.
Todos estos embriones de pensamientos hicieron que durante algún rato
yo permaneciera cabizbajo y silencioso. El percibir que mi amigo se ponía de
pie diciendo que debía retirarse por lo avanzado de la hora, me volvió a la
realidad.
Jaime se fue aliviado. Era completamente distinto al que había entrado
sólo tres horas atrás. Lucía optimista y lleno de planes. Tal vez haya sido por
eso, por simple cobardía, porque quizás no lo consideré tan importante, o
porque sencillamente lo olvidé, que no fui capaz de decirle entonces lo que
cuando llegó callé por cortesía y que luego, por lo dramático de la
conversación, no pude decir. Unos quince minutos antes de su llegada, “él” me
había telefoneado para avisarme que no vendría, pues deseaba ir pronto a
casa...
F I N
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